Ligia Elena


Crecí en los 80, con Thriller de Michael Jackson, Por las noches, después de la cena, lloraba con las desventuras de Ligia Elena y Nacho Gamboa, los protagonistas de la telenovela de las 9. Desde siempre fui novelera, desde siempre lloré con los amores imposibles y las mujeres malditas que le robaban los novios a las buenas aludiendo a un falso embarazo, con padres estrictos y mafiosos que no comprendían los amores de los hijos; incluso lloraba con los finales felices.

En los 90, en paralelo con la decadencia de la televisión venezolana y con la excusa de la globalización mediática, las novelas extranjeras comenzaron a invadir las pantallas de los cuatro canales libres que se sintonizaban en Venezuela. Así, entraron a la casa los tamales mexicanos, los paisajes brasileros y la melancolía peruana. Más tarde, los culebrones mayameros. Pero Ligia Elena siguió siendo mi preferida. Pensar que una podría enamorarse de un musiquito del club “El gato enmochilado”, y dejar todo por él, era, en esa época, la única forma conocida del amor.

Venezuela, al igual que Brasil, México o Colombia, es una gran productora de telenovelas; no solo de reinas de belleza.  Diversas investigaciones coinciden en que este género televisivo es una herramienta para construir memoria colectiva y acercar al pueblo a sus sueños, los que, posiblemente, nunca alcanzarán. Gracias a las telenovelas, nos enamoramos, nos hacemos millonarios, creemos en lo imposible y ratificamos los cuentos de niñas pobres que se convierten en princesas. Es como el cine, pero en pequeñas dosis diarias.

Hoy los tiempos son distintos a cuando veía Ligia Elena. La realidad del país es otra, la noticia de muerte y sangre tiene más rating por estos tiempos. Pero miro atrás y ratifico mi creencia de que, como en los 80, la telenovela sigue siendo una buena vía de escape.

Cenicienta

Me sorprende que una chica de 23 años piense que puede quedarse solterona, porque hace algún tiempo que no tiene pareja. Es bonita, agradable e inteligente, pero como le ha ido mal un par de veces, sospecha –incluso- que hasta alguien pudo hacerle una brujería para no encontrar un “buen” hombre.
Cuando estuve enamorada por primera vez, creía que el mundo no amanecería si Henry Barrios no me miraba. Tenía 13 años y sentía que no valía la pena seguir viviendo si no podía hablarle… de eso han pasado unos cuantos años y, también, unos cuantos hombres que no me han mirado.
Pero aprendí que la vida es un tira y encoje, más cuando se refiere a amores de pareja. Se trata de ponerse al otro lado de la cuerda y halar y halar a ver quien cae primero.
Por experiencia propia –más por supuestos y deseos frustrados- puedo decir que es más o menos así: te aman, te aceptan, no te aman, te rechazan, te aceptan y te vuelven a rechazar, se confunden, se pierden, amas a otro, te buscan, ya no estás, se van, te vas, vuelves, ya no están, te buscan de nuevo, te aceptan, rechazas… y puedo seguir añadiendo acciones a la lista, hasta el infinito quizás.

Tal como dice Barthes: “la historia de amor es el tributo que el enamorado debe pagar al mundo para reconciliarse con él”.

En alguna película que vi, un personaje dice que una separación debe ser como un disparo, o como un choque en auto, que mate de una vez, y así, ahorrarse todo el dolor que viene después. Al final de la trama –llena de clichés por demás- nuestro personaje vuelve a enamorarse y “ser feliz”. Tendríamos que ir a una segunda parte de esta película para comprobar si resultó o no, para ver los entretelones de la vida en pareja. Desde el ronquido insoportable hasta las pantys en el baño; del domingo en casa con mamá, a las noches con amigos. Con todo esto, aún el amor o las ganas de enamorarse y de compartir con otro, no se pierden por completo, menos a los 23. Se deja de creer por un tiempo -es lógico-. Pero el día menos pensado vuelven las mariposas al estómago, el tiempo de la coquetería, el temor a equivocarse, las ganas de dejarse ver, y todo lo que implica ese juego de seducción.

Pero en esa etapa de conduelo después de la separación, algunas mujeres, quizás más que los hombres, creen que no habrá un mañana. Hasta ahora, y a pesar de…, soy de las que creo. Es el juego de la vida, que mueve sus piezas para que siempre volvamos a intentarlo. A veces, algunas amigas llenas de dudas me preguntan a quién le ha pasado, quién ha encontrado su “media naranja” y además ha logrado conservarla, quién ha tenido tanta suerte.
La respuesta es muy fácil... ¡Cenicienta!
Para Mari

Meco

Qué alegría cada domingo cuando Meco llegaba con una bolsa de pan para cada casa. Sabía el tipo de pan que le gustaba a cada una de sus hermanas y, desde que entraba a Potreritos, iba dejando una bolsa llena en la puerta respectiva. A mi abuela siempre le llevaba sus bollitos de pan dulce, que ella escondía en la parte alta del ropero de su cuarto para darle después a sus nietos preferidos, entre esos, yo.

En Potreritos todos se conocen. Es un pueblo pequeño: una calle que sube y otra que baja, los domingos a la misa y luego a la plaza; la arepera, la escuela, la casa de la cultura y la cancha donde se juega baloncesto, se presentan los grupos de danza, se eligen las reinas en las ferias, y se celebran otros festejos, como en cualquier pueblo venezolano. En San José de Potreritos, el poblado más alejado de la Cañada de Urdaneta, todos conocen a Meco, mi padre.

Nació en 1944. Se llama Américo, como su padre, como su abuelo. También se llaman así mis tres hermanos, dos de mis primos, y seguramente, otro pariente que no conozco. Incluso a mi Tía Terema, primogénita de los Morán Urdaneta, le fue imposible escapar a la herencia del nombre. La bautizaron Ocirema, Américo al revés.

Mi papá es un hombre muy generoso, de esos que “se quitan la camisa para dársela a otro”, como dicen algunos. Combina la sabiduría y el carisma del profesor universitario con la generosidad y la rectitud del hombre de pueblo. Mi padre siempre tiene algo que dar. No es muy cariñoso, pero siempre está cuando se necesita. Ama profundamente la vida y agradece lo que le ha dado.

Solo un recuerdo basta para ejemplificar esta descripción de un hombre despistado e inocente. Al final de un agosto, después de unas inolvidables vacaciones, decidí quedarme a vivir en Potreritos. A mis 12 años estaba deslumbrada por la vida que llevaban mis primas, unos cuantos años más grandes que yo. Las fiestas, los permisos hasta tarde, los pantalones ajustados, la facilidad para decir malas palabras… Con más razón, Meco continuó sus visitas semanales al pueblo.

Un domingo, luego del almuerzo de carne con papas, arroz y plátano asado con queso, le dije que tenía un enamorado, que se llamaba P y que él conocía a su familia, pues eran primos lejanos. Mi papá no dijo nada. Se levantó de la mesa y se fue a reposar en la hamaca de mi Tía Nena.

Durante el cafecito de la tarde, mi Tía Nena notó su cara de consternación y le preguntó que había pasado, a lo que él contestó: - Adriana me dijo que tenía un novio… al fin, yo pensaba que le gustaban las mujeres.