Iguanas en el parque


Un frío atroz se cuela por mi blusa. El jueves santo luce lúgubre a pesar de tanta gente por las calles, caminando, tomando fotos, queriendo agarrar los gatos.

El sol va y viene. Las nubes parecen correr a través del cielo azul, como en un cuento de mi infancia.

El niño de chaqueta azul quiere tocar el agua de la fuente, verde, estancada, guardiana de todos los secretos que se susurran a su alrededor. Altos y frondosos árboles marcan la frontera entre el smog y la tranquilidad. Pero no hay iguanas en el parque.

-Nos han abandonado –le exageré a Hilda. Es la primera semana santa lejos de casa y los días se hacen eternos al ritmo de las chicharras. -Nadie se conecta, estarán viajando o durmiendo- agregué.

Mientras tanto, a miles de kilómetros al sur, esperamos  que caiga la tarde para volver a encerrarnos en nuestros libros. Es el primer día de otoño. Frío, nostálgico, hiriente.

Por momentos, el parque enfría la nostalgia, pero no hay iguanas en él.

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