Maricel
Diciembre
de 1980. Volvemos a encerar el piso rojo. Me gusta estar descalza puliendo la
cerámica y, después de terminada la jornada, ver mis pies manchados del color
de la sangre. Maricel y yo lo disfrutamos juntas: nada como pulir el piso
descalzas, con el tumbao de la gaita que sale desde la pieza de estar, que solo
escuchamos cuando dejamos descansar la pulidora.
Tiene 16
años, yo tengo 6. Nerviosa, vestida de rosado, camino al altar llevando los
anillos en una almohada de satín blanco bordado, con cuidado para que no se
caigan. La corona de flores me pica en la cabeza. Ella viene detrás con su vestido
blanco, largo. La veo alta, más bella que nunca. Siento sus ojos encima de mí,
vigilando cada detalle, mientras aparenta ser feliz. Me recuerda a la actriz de
la telenovela, la que nos hace llorar todas las noches a las 9, antes de ir a
dormir.
Este
diciembre es diferente, marcará los venideros. Maricel, mi tía, mi hermana, se
casó con Roberto, el que jugaba baloncesto en el parque y que tantas veces
fuimos a ver perder. Suenan los Cardenales en el picó, la carátula del disco de
los pájaros rojos se repite cada año en la casa vieja. Cantamos las gaitas y
bailamos. Ella me enseña a bailar. El gusto por la música es la herencia que
nos dejó mi abuelo, quien compartía su profesión de contador con la aventura de
locutor. Ella es igual a su papá, le encanta tener el mueble de la pieza lleno
de discos. Pide algunos prestados o los compra y grabamos los casetes. Me
regaña porque quiero grabar la canción que más me gusta dos y tres veces en el
mismo casete, del mismo lado.
Pronto, las
navidades traerían otros invitados. Dos años después nació una niña que llamó
Mayarí, una combinación de los nombres de sus dos abuelas. Quiero ser la
madrina, pero no me deja, apenas tengo 8 años, y Maricel, apenas, 18. Todavía adolescente,
ya carga con un matrimonio obligado, una niña hermosa y la promesa de una vida
mejor.
Hace días
que no la veo. Estoy de vacaciones lejos. Fue ese agosto de 1986 en el que todo
cambió, cuando la flaca decidió llevarse a mi abuela y las niñas –ya tenía
otra- al otro lado del país. Ya no hay matrimonio, no hay casa vieja. Yo me
quedo con mi papá porque todos piensan que es lo mejor para mí. Aún no lo
asimilo, pero tengo un novio.
Inicia la
temporada gaitera y escucho el repique de la tambora que anuncia las fiestas.
Me emociona, pero me doy cuenta de que no habrá piso rojo encerado este año, y
entonces me hago la idea de que ese diciembre la volveré a ver. De aquí en adelante
compartimos cartas, llamadas, algunos días de vacaciones, los recuerdos y las
gaitas. Las gaitas que suenan en todo el país avisando que hay que prepararse
para las fiestas decembrinas, siempre con la esperanza del encuentro.
Los años pasan.
Un desamor tras otro, y detrás los hijos, y detrás las cortas alegrías y las
largas tristezas, las arrugas de la cara y las tetas caídas. Maricel va
cambiando con cada embarazo, se aferra a lo que cree correcto, pero cada
decisión que toma es peor que la otra. Aún así no da su brazo a torcer, no
regresa. Yo voy creciendo como mujer, voy descubriendo el mundo, las mismas
alegrías y tristezas, pero en menor intensidad. Las comparaciones las hacemos
desde nuestras soledades, en cada extremo del país.
Los
encuentros cortos tras las distancias nos permiten ver que ya no somos las
mismas. Tengo 34 años y cientos de complejos, ella 44 y seis hijos. La vida le
ha dado un vuelco de 180 grados, el círculo que comenzó con aquel matrimonio
aún no se cierra. No logro encontrar aquella flaca despreocupada, altanera y
ocurrente que siempre quise ser. Sólo conservo su humor negro y despiadado,
honrándola en cada burla.
Escucho una
gaita y no me suena igual. Quizás este diciembre, lejos de casa, sentiré lo
mismo que Maricel ha sentido desde hace más de veinte años lejos de aquel picó.
Quizás recordemos el piso rojo encerado de la casa vieja donde quedaron
marcados nuestros mejores años. Quizás lo recordemos esta navidad y volvamos a
llorar.
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