Rilke

“… los versos no son, como la gente cree, sentimientos (…), son experiencias”... R.M.R.

Puedo describir como “maravillosa” la experiencia de leer Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke. Aunque sentía un cierto rechazo a la lectura obligada para la clase, el libro se convirtió para mí en una especie de guía de algo que no hago continuamente con seriedad, escribir; pero que -creo- tendré que dejar fluir en algún momento.
Apenas seleccioné algunos párrafos de los que más me gustaron, de los que uno pasa rayita roja por debajo de la letra para ubicarlos fácilmente y releerlos una y otra vez, como quien tararea su canción preferida. Son algunos párrafos de un epistolario entre dos poetas.
Este texto no tiene formato, ni reglas, no haré una introducción al libro, no tiene ni siquiera bibliografía, es sólo una reflexión, nada profunda, sobre un contenido maravilloso y su efecto en mí, en este tiempo y espacio. Es un texto personal.
Dice Rilke:
“(…) en el fondo, y justo cuando se trata de las cosas más profundas e importantes, estamos indeciblemente solos y para que uno pueda aconsejar, hasta ayudar, al otro, tienen que ocurrir muchas cosas, tiene que lograrse mucho, producirse toda una constelación de cosas, para que alguna vez resulte”.
Dos palabras claves hay en este párrafo, dos palabras muy comunes en mi lenguaje: “cosas”, esa manera de explicar cualquier sentimiento, sensación y objeto que no sabemos, en ese justo momento, como definir. Y “mucho”, el mejor adjetivo: mucho. Todo siempre es mucho en lo cotidiano: tengo mucha hambre, hay mucho frío, te quiero mucho, tiene que lograrse mucho; parece que no pudiéramos vivir sin el mucho.
Y es que tiene que lograrse mucho para poder conocerse a sí mismo, y pero aún, para conocer al otro. Repaso una época difícil, hace algunos años, en la que tuve que mirar hacia dentro, producto de una profunda depresión. Tuve que volver a mi interior, reconocerme, y comenzar ese juego que aun no termina. Tratar de entrar, preguntar, reflexionar, comparar, es todo parte del juego. Siempre decimos que nos conocemos, pero no es hasta que nos leemos, por ejemplo, que nos damos cuenta de quiénes somos o pretendemos ser. Es mejor ejercicio que mirarse al espejo, escribir sobre sí mismo, sobre el otro, sobre la vida.

Amar los libros
“Viva por un tiempo en estos libros, aprenda de ellos lo que le parezca digno de ser aprendido; pero, sobre todo, ámelos. Este amor le será correspondido mil y mil veces; y como quiera que vaya a ser su vida, este amor –estoy seguro de ello- pasará por el tejido de su devenir, como uno de los más importantes hilo entre los hilos de sus experiencias, decepciones y alegrías”.
Recuerdo que antes de bajarme del carro, la última vez que vi a Lombardi, mi antiguo jefe e imagen paterna durante los últimos años, me dijo que la decisión estaba en mis manos: podría venirme a Buenos Aires y tener una vida bohemia, o incluso tener una vida bohemia pero aprobar mis estudios. Me recalcó, casi en negritas y mayúscula, que más que las clases, la experiencia me la daría la ciudad, caminarla, recorrerla, apoderarme de ella y de sus espacios, pertenecer. Ahora cuando voy a una plaza y me siento a ver si aparece alguna iguana, recuerdo las palabras de ese viejo sabio. Estoy amando la ciudad, estoy amando lo que ella produce en mí, como hice con las cosas que dejé. Leo a Rilke y digo: amo esta ciudad, amo lo que tengo ahora y lo que dejé atrás. Amo cada uno de los libros que esperan dentro de una caja plástica, que yo regrese por ellos.
Lo mejor que Rilke dijo fue: ame los libros. No habla de leerlos, de estudiarlos, sino de amarlos. Una relación que va más allá de lo terrenal, donde la reciprocidad, la correspondencia, valida la entrega absoluta. No se trata de un gusto, se trata de amor y de vivir de ellos. Una de las mejores imágenes literarias que he percibido últimamente; la verdad, no recuerdo otra para comparar.

De soledades…
“Y si volvemos a hablar de la soledad queda cada vez más en claro que en el fondo no es nada que se pueda elegir o dejar. Somos solitarios. Uno puede engañarse al respecto y hacer como si no fuera así. Eso es todo”.
“Somos solitarios”, bien podría ser un buen argumento para el ejercicio de escribir, la verdad es que es una realidad. Para una mujer de más de treinta, unos cuanto años viviendo sola, y unos cuantos más perdiendo y recuperando amores, es fácil decir “somos solitarios”. De ahí parte todo el discurso. Hace algún tiempo escribí en mi blog una crítica de mi misma –la esencia de todo lo que escribo- y sobre ese asunto de escribir gracias a la soledad, ser una existencialista, entre otras tonterías, y luego poner ese texto al escarnio público, nada menos que un blog. Es una estupidez! Siempre este empeño mío de querer llamar la atención.
Eso fue algún tiempo, producto de esta duda entre ser periodista de profesión y pichón de escritor. Ahora no me importa. Ya no escribo producto de la soledad, ni de la duda. Tampoco escribo para el blog, ahora escribo para mí, siempre para mí, esperando perder el texto para siempre cuando caiga en manos de otro, sin ninguna pretensión, más que regalarme en cada línea.

El monstruo vive
“No tenemos ningún motivo para desconfiar de nuestro mundo, pues éste no está contra nosotros. Si tiene horrores, son nuestros horrores; si tiene abismos, estos abismos nos pertenecen; si hay peligros, tenemos que intentar amarlos”.
Amar, Rilke vuelve al amor una y otra vez. Lo hace en las diez cartas publicadas, por lo menos lo deja entre líneas. Se trata de amar lo que somos, incluso nuestras miserias. Cómo es posible amar hasta las miserias, pues así de simple. Somos seres terribles, llenos de monstruos que amenazan nuestra cordura día a día. Muchas veces tratamos de desaparecer esos monstruos en una lucha sin sentido, pues somos nosotros mismos. Son nuestras miserias y abismos, como dice Rilke.
Dos párrafos más abajo, el poeta dice: “quizás todos los dragones de nuestra vida son princesas qué solo esperan vernos alguna vez bellos y animosos. Quizá todo lo horrible es, en lo más profundo, lo desamparado, lo que quiere ayuda de nosotros”.
Es un canto a la esperanza, nada más. Nos destruimos constantemente, con nuestras acciones, decisiones, sentimientos; y siempre somos redimidos. “Quizás todo lo horrible es (…) lo que quiere ayuda de nosotros”. La esperanza de volver a levantarse. De volver a prender la máquina y mirar la pantalla en blanco, luego comenzar, por donde sea, no necesariamente por el principio, solo comenzar a teclear.
Dejo para el final, un párrafo de la primera carta de Rilke a su amigo Kappus:
“Usted mira hacia afuera, y eso es lo que ahora no debería hacer (…) Entre en sí mismo. Investigue el motivo que lo hace escribir; verifique si extiende sus raíces en el más íntimo lugar de su corazón, confiésese a sí mismo si moriría si se le prohibiera escribir. Ante todo esto: pregúntese en la más serena hora de su noche: ¿tengo que escribir?”
Rilke dice que si la respuesta es afirmativa, entonces hay que construir el mundo alrededor de la escritura.
Mi profesor lo repite en cada clase, con cada autor que nombra, tomando sus palabras; se trata de la construcción del mundo desde la escritura y la lectura. Se trata de poner en un papel (“Soy un hombre hecho de papel”, dijo Saramago) las soledades, los monstruos, el amor, las experiencias, y todo lo que Rilke sugiere a Kappus, lo que me sugiere a mí.
Leo a Rilke una y otra vez. Sin importar cuántas veces lo haga, escucho -en mi memoria- el acento porteño del profesor leyendo y releyendo, cada viernes, con la mirada perdida hacia la ventana. Lo recuerdo y pienso: sí… sí tengo que escribir.

A Martín.

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