El patio

Ahora la llamamos “la casa vieja”, pero antes se llamaba Celsa. Es la casa donde mis 20 primos y yo crecimos, aunque unos más que otros. La casa se la dejó mi abuelo Bernardo a Mima, con los discos en la pieza, la lámpara de neón en el patio y el televisor anaranjado, con imagen en blanco y negro, encima de la heladera. También la mesa de fórmica verde en la cocina, donde lo vi por última vez, antes que la muerte se lo llevara.

La casa tenía un patio grande al que se accedía por la cocina. En él soñé una vida, mientras veía caer los mangos del árbol de los vecinos. Los gusanos peludos también caían, pero mi abuela Mima los quemaba antes de que pudieran picarnos. Nunca entendí por qué nos decía, a mis primos y a mí, que los gusanos picaban, si no tienen pico.

Ese patio era mi todo. Ahí dejé volar los juguetes, los lanzaba hacia arriba y no los atajaba. Por eso, mil años después, mi hermana tenía sus muñecas intactas y las mías habían desaparecido.

Cuando el tío Gordo trabajaba de camionero en una empresa de alimentos, guardaba en el patio las cavas amarillas donde transportaba el pollo congelado. Con esas cajas construíamos casas, barcos, edificios, carros. Era como un lego gigante. Podíamos pasar todo el día en el patio, pero el regaño de Mima explotaba desde la ventana de la cocina, obligándonos a tomar un baño y sacarnos la mugre de encima.

A Mima no le molestaba que jugáramos, mientras no la molestáramos en su costura. Sólo se preocupaba porque no gastáramos mucha agua cuando jugábamos con la manguera y porque, a la hora de la cena, estuviéramos limpios. De vez en cuando, se alteraba con alguna de mis travesuras, como aquel día que observé una avispa en el marco de la puerta y –como si nada- me levanté la blusa y la aplasté con mi estómago. No pensé, sólo lloré, mucho más cuando mi abuela  me estrujó la herida con ajo triturado.

Ese patio era el circo, el parque de diversiones, la escuela. Las cuerdas donde se tendía la ropa, formaban un techo para la casa imaginaria, la malla de voleibol, las sogas que atravesaban el pantano…

En el patio veía salir y ocultarse el sol todos los días. -Mucho sol, ya no, salió otra vez, se volvió a ir-. Pensaba que la razón por la que el sol “iba y venía” era porque Dios, que vivía en el cielo, vendía carteras. Entonces cada vez que una mujer iba a ver una cartera él iba a buscarlas en el armario de su cuarto y prendía la luz, y cuando salía del cuarto, la apagaba. Algunos meses del año se vendían más carteras.

Nunca se me ocurrió preguntar por el sol, me gustaba esa idea que parecía mágica. Con todas las cosas que tenía que hacer Dios, todavía le daba tiempo de vender carteras. Estoy segura de que, si hubiese ido a ese patio, también se habría divertido como mis 20 primos y yo. Amamos tanto ese patio que siempre que nos reunimos lo recordamos.

La casa sigue ahí, frente a “los bloques”. La recuerdo tan grande que, ahora cuando me pierdo en la ciudad y paso por el frente, la veo muy pequeña. Se ha envejecido sin nosotros, se ha hecho más diminuta sin mis suecos sonando por los cuartos; más gris sin las cayenas en la esquina del jardín.


Y Dios sigue vendiendo carteras.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ay dios... que extraño todo, aún cuando ya casi no nos vemos y el tiempo nos a llevado por caminos diferentes que hace que cada vez sea más difícil reencontrarnos, sin sopecharlo siempre lo hacemos en nuestros recuerdos de la casa vieja.
OMVS.-

maracuchita09 dijo...

Parece extraño que escriba aquí, pero como no recordar con el escrito de la casa vieja, la casa de mis padres, mis hermanos, mis amores de juventud, mis amigas adolescentes. Siempre la recuerdo y en ella la figura de mi amado padre a quien siempre invoco para que esté a mi lado como en aquella época.