La locura también es la muerte

“Como escritora, desde hace mucho estoy muerta. Muerta por juicio”.


Con esta afirmación Jacqueline Goldberg, poeta venezolana, comienza su proemio de Una sal donde estoy de pie (UNICA, 2003). Se trata de la construcción de la mujer sufrida, melancólica que anticipa su muerte, como un secreto. “Hay secretos que requieren ser publicados y ellos son los que visitan al escritor aprovechando su soledad –dijo María Zambrano-, un efectivo aislamiento que le hace tener sed”. Es como la muerte de la mosca en la cocina de Marguerite Duras.

No puedo pensar en la muerte de una mosca, pero debe ser igual a esas noches en las que se está solo de verdad. Uno se desprende, vuela por la habitación, se vuelve a parar en el mismo pensamiento una y otra vez, y nuevamente intenta volar, al final ese vacío termina asfixiando, y no queda otra que rendirse. En algunos momentos, es mejor caer. Si alguien estuviera observando como me desvanezco y termino por cerrar mis alas, me sentiría invadida totalmente. Como si alguien mirara por una ventana, o por un hoyo en la pared, peor, como si alguien me mirara desde arriba como Duras observaba a la mosca, con toda la ventaja que implica mirar desde arriba. “Mi presencia hacía más atroz esa muerte” dice la escritora, mientras insiste en comparar ese letargo con la vida misma.

Cuando Marguerite Duras narra en nueve páginas de Escribir (2006) la muerte de una mosca en la pared de su casa, no queda más que pensar en la soledad. No queda más que reírse de ese estado devastador que hace que una persona, en su sano juicio o no, se siente a contemplar cómo muere una mosca grande, negra y azul. “En esa clase de derrape (…) en el que corremos el riesgo de incurrir”, se justifica.

Muchos pensarán que hay que estar loco para deleitarse viendo morir una mosca, o para escribir luego sobre ello, peor aún, para tomar ese pasaje de un libro y con ello querer enfatizar la relación entre la escritura, la muerte y la soledad.

Vuelvo a Duras cuando señala “Esa muerte de la mosca, se convirtió en ese desplazamiento de la literatura. Se escribe sin saberlo. Se escribe para mirar morir una mosca”.

Es importante aquí, el alegato de la autora sobre la importancia que da a este hecho: “La precisión de la hora de la muerte remite a la coexistencia con el hombre, con los pueblos colonizados, con la fabulosa masa de desconocidos del mundo, la gente sola, la de la sociedad universal. La vida está en todas partes. Desde la bacteria al elefante. Desde la tierra a los cielos divinos o ya muertos” (2006:44)
Quizás estaba loca, posiblemente. Pero la locura es más válida aún para enfrentar los fantasmas. La muerte y la soledad son dos fantasmas, sencillamente. La locura es entonces la vía de escape. La locura fingida, la momentánea, la de una noche, la de un instante viendo una mosca morir.

Recuerdo una frase de Frida Kahlo que dice: “yo quisiera poder hacer lo que me da la gana detrás de la cortina de la locura”. Habla del acto de crear, de lo que se puede fraguar en ese estado en el que se permite jugar con todos los sentidos, en el que nadie se atreve a entrar. Al respecto Duras agrega: “La soledad siempre esta acompañada por la locura. Lo sé. La locura no se ve. A veces sólo se la presiente”.

Para cerrar esta idea, que es sólo un extracto de un ensayo más largo, me remito a la carta que escribe el personaje de Virginia Wolf en The Hours (Stephen Daldry, 2004) cuando antes de morir, en una escena delicada en la que se mete al río y se deja llevar por la corriente, declara por última vez su locura a su marido. Son palabras que dibujan sutilmente lo antes mencionado: “Querido: tengo la certeza de que estoy enloqueciendo nuevamente. Creo que no podría pasar por otro momento tan terrible y esta vez no me recuperaré. Comienzo a escuchar voces. No puedo concentrarme. Entonces hago lo que parece ser mejor”.

Los fantasmas ya no la dejan vivir tranquila, así que agradece el amor que ya no puede corresponder: “Me has dado la mayor alegría posible. Has sido en todo sentido, todo lo que uno puede ser (…) Lo que quiero decir es que toda la felicidad de mi vida te la debo a ti. Has sido muy paciente conmigo e irremediablemente bueno. Todo se ha ido de mí. Excepto la certeza de tu bondad” (…)

“La locura también es la muerte” ,dijo Duras.

La mosca de Picasso

Un domingo cualquiera visité el Museo Nacional de Bellas Artes, de Buenos Aires.

Mis ojos se iluminaban al ver obras que sólo conocía por libros o películas. Un Pollock, al lado de un Cézanne, la magia de Manet, más allá un Chagall maravilloso.

Las bailarinas de Degas parecían moverse dentro del marco marrón. Gauguin, Kandinsky, las casi-caricaturas de Miro. En la otra sala Pissarro, Rembrant, Modigliani y un espacio completo para las esculturas de Rodin, donde se levanta imponente un estudio de “El beso”, de finales del siglo XIX.
Incluso, hay en una de las salas solemnes y oscuras, un pequeño Jesús Soto, que me llenó de orgullo y me rememoró a aquella exposición que hiciera el maestro del cinetismo en Maracaibo, en el año 2003, dos años antes de su muerte.

Horas caminando de un lado a otro, volviendo sobre las mejores obras, disfrutándolas una y otra vez. A mi lado podía reconocer los diferentes idiomas de los turistas que también aprovecharon un lindo día de primavera para visitar el museo.

Volvía a una de las salas cuando me percaté de dos obras de Picasso resguardadas por un vinilo. Una, un aguafuerte titulado “Sueño y mentira de Franco”, de 1937; la otra, una cerámica de 1955 titulada “Cabeza de Fauno”.

Pero algo más hay detrás de la protección de plástico: una mosca muerta. Está ahí, forma parte de la obra, está resguardada incluso. Es la mosca de Picasso. Supongo que ninguna persona del Museo se ha percatado de que la mosca yace ahí, al lado del fauno de Picasso, rindiéndole homenaje al arte más allá de la muerte, a la naturaleza enmarcada, a lo simple e insignificante. Hasta Picasso se alegraría.
Esta mosca parece estar llena de colores, es la mosca del museo. No se trata de la mosca en la sopa prostituida en infinidad de chistes, tampoco la mosca grande y azul a la que Marguerite Duras le dedica seis páginas en Escribir. Ni la mosca en la que se convierte el científico Seth Brundle (Jeff Goldblum) en The Fly, la película de ficción dirigida por David Cronenberg en 1986.

Es la mosca de Picasso, la que tiene el privilegio de morir dentro de la obra del famoso pintor español. Nadie más tiene ese placer. Espero volver pronto al Museo y encontrarla ahí. Seguramente no. Seguramente alguien se dará cuenta y entonces la quitarán con asco, con ironía.

La mosca de Picasso simboliza lo que, por años, ha representado el arte para la sociedad: la muerte detrás del vinilo, donde nadie más puede tocarlo, donde pocos pueden observarlo sin pagar, disponible sólo para la élite coleccionista.

En estos tiempos, incluso, se paga entrada para ver una mosca detrás de un vinilo.