Las bolas del toro


Hacía un tiempo que me atraía José, pero como estudiaba un año menos que yo, me daba pena que mis amigas dijeran que me gustaba “un niño”. Los grupos de cuarto y quinto año siempre andaban juntos, sobre todo porque usábamos la franela beige que nos distinguía de las demás ovejas del rebaño que se internaba desde la una de tarde en aquel edificio de dos pisos, paredes blancas y olor a tequeño de merienda.
Éramos los reyes del colegio. Estudié en uno pequeño, la mayoría de mis compañeros vivían cerca de mi casa, cerca del cole, del centro comercial, del salón de fiesta de la urbanización. Era un mundo paralelo en el que nos movíamos con confianza. Me podía encontrar a José en cualquier lugar, así que aproveché una tarde en el centro comercial, frente a la heladería de la mamá de Nerio, para decirle que sí quería ser su novia. Mis amigas aceptaron que tuviera un novio menor y, curiosamente, mi papá también. “Sólo te puede visitar cuando yo esté. ¡Cuidado con una vaina!”, sentenció.
José insistía en conocer a mi papá, pero yo me negaba pues a los 16 años -mis 16: niña promiscua que vive con padre divorciado y posesivo-, era complicado llevar un novio a la casa. Acepté. Esperamos una tarde que papá llegara para subir al apartamento. Ese martes llegó con un amigo de la universidad, ambos tomados, casi borrachos. Sentados en los muebles color mostaza de la sala, bajo la lámpara de círculos de madera que daba un ambiente de living para video de MTV, mientras yo traía más cervezas de la nevera, mi papá le preguntó a José qué quería estudiar en la universidad y, sin dejarlo contestar, le recomendó la Facultad de Veterinaria, donde él era profesor titular desde hacía casi treinta años. José se sintió cómodo, me miraba y sonreía, se sentía aceptado por mi padre.
A la tercera cerveza, mi papá comenzó a explicar la manera como atendía a la vacas cuando tenían sus becerros, como con unos guantes de hule, arremangados hasta el hombro, les metía el brazo por la vulva para ayudarlas a parir y, con mucho detalle, como le cortaba los testículos a los toros para que no las volvieran a preñar. Hizo un brindis con José -y con su amigo el profesor callado y secuaz- y le dijo que él había practicado esa operación muchas veces por lo que sería muy fácil hacerla a un humano… “las bolas de los toros, y toda su anatomía, se parecen a las de los hombres”.
El rostro de José cambió de un moreno atractivo a un pálido temeroso. Mi papá insistía en el tema. Cuando pudo, José dijo que se tenía que ir. Papá lo acompañó a la puerta y le dijo que no se preocupara por lo que había escuchado, que él solo sería capaz de eso si “alguien” le hacía “algo” a “alguna” de sus hijas.
Al otro día en el colegio José no se acercó a mí. Le dijo a María Luisa que me comentara que yo ya no le gustaba. Al final, mis amigas tenían razón, José resultó ser un niño. Uno de esos que se asustan por una simple operación de bolas de toro.


*Obra: Rubén Lartigue / En Muu+