Súperman

En estas aventuras en las que me asumo queriendo escribir un poco mejor, tratando de leer mejores libros, o  recordar mejor los autores cuyos nombres olvido, me doy cuenta que tengo una memoria descontro-ladamente selectiva. Puedo recordar perfectamente los nombres de las calles, pero me pierdo en la esquina al bajarme del autobús. Puedo retener los diálogos de una escena de una película y olvidar el nombre de los actores. Puedo recordar detalles mínimos de un encuentro, la fecha, la hora, el color de mi ropa interior, y olvidar alguna promesa que hice antes del amanecer.

Por insistencia de mi madre fui a ver al doctor Perozo, experto en asuntos de la memoria. Me recomendó que tomara Donepezil para tratar mi patología. También, por insistencia de mi amiga Luz, fui a ver una terapeuta espiritual, una bruja en realidad,  y me encomendó que me bañara todos los días, por dos semanas, con ramas de romero, pues estimula el corazón y –según ella- por allí es que “se cuelan todos los males”.

Hace varios días me encontré con Isa, una amiga de la universidad, a la que no veía desde nuestra graduación. Le comenté mi padecimiento y me explicó que a ella le había sucedido lo mismo, situación que había afectado significativamente su trabajo, pues, como asistente a la presidencia de una compañía muy importante, tenía que recordar mucha información. Isa lo resolvió fácil. En un viaje que hizo a España, un tipo guapo y ebrio en un bar le dijo que lo que tenía que hacer era recontar. Recontar las parejas que había tenido, los libros que había leído, la cantidad de pares de zapatos que guardaba en su clóset, las veces que había viajado y las millas que había acumulado. Según ella, ese ejercicio de reconteo le había servido para recordar detalles. Mejor aún, para no olvidarlos.

Entonces recordé –esta vez sí- cuando comencé a ser librera y un viejo amigo me aconsejó que leyera todos los días los lomos de los libros ordenados por orden alfabético en la estantería. Poco a poco, leyendo y releyendo, sería más fácil recordar dónde estaba ubicado un título cuando algún cliente preguntara por él. Agradecí entonces a Isa por el consejo. Olvidé el Donepezil y las ramas de romero, y me dispuse a recontar. Sebastián, Gerardo, Carlos Alberto... Cien años de soledad, Madame Bovary, La loca de la casa Aruba, tres veces; Montevideo, dos veces; Sao Paulo…

Un día, contando sobre la teoría del reconteo en una reunión familiar, mi sobrino de siete años levantó la voz y dijo que a él no se le olvidaba nada porque siempre recordaba los nombres de todos los superhéroes. Apelando a la inocente sabiduría, pensé en recontar esos hombres que con capa, o sin ella, terminan siempre haciéndome feliz. Incluso podría incluir algunos personajes “reales” que alguna vez vi con ojos de coprotagonista en apuros.

Pensé y repensé, conté y reconté. La verdad, sólo recordé uno: Supermán. A los demás, reales o no, los he olvidado.


*Obra Grégoire Guillemin / Ver en Muu+

San Antonio

Esta mañana me desperté pensando en una excusa para no ir ese seminario al que me  inscribí hace un mes. En treinta días el entusiasmo se pierde. Esta mañana ya lo he perdido todo. Me medio desperté y revisé la prensa digital: 26 grados de temperatura y 23 de sensación térmica; dos policías federales allanaron una casa en Villa Devoto y encontraron al temido violador de Belgrano y hasta ahora 12 mujeres han declarado en su contra, el dólar se ha mantenido los últimos días, y ya está a la venta el nuevo disco de Dave Matthews Band: Big Whiskey and the Groo Grux King. Se me hizo tarde. Tomé un café, prendí una velita al San Antonio ubicado estratégicamente en mi cocina, y corrí a tomar el tren.

Me entusiasmé de nuevo al llegar al Centro Cultural San Martín. Los rostros nuevos me emocionan, me invitan a la aventura. Algunos son muy blancos y serios, otros más morenos y amables. Los lentes redondos están de moda, al igual que el botox. Escogí un asiento en la parte de atrás del auditorio pensando en escapar cuando las tripas anunciaran la hora del almuerzo. Con el café en mi estómago y la velita prendida a San Antonio, me dispuse a aprovechar mi día. Menos de diez minutos después comencé a buscar entre las nucas alguna conocida. A la derecha, dos filas más adelante, encontré una mirada que reclamaba mi atención. Me sonrió, disimulé, coqueteé. Me parecía que conocía al personaje. Esos ojitos oscuros, la sonrisa pícara, y las canas que hacían su aura enigmática. El hombre más interesante que he visto en los últimos días, pensé, olvidando la promesa de “no engancharme” que había hecho semanas antes.

Dos horas después, luego de varias intervenciones a las que no presté atención, me encontré con esa mirada nuevamente en el bululú del break. Todos querían café, también  él, también yo. Lo esquivé, siguiendo el manual de tácticas aprendido desde el colegio. Sabía que había visto antes ese rostro que me perseguía entre la multitud hambrienta. Quizás me lo había encontrado en otros seminarios tan aburridos como este. Quizás lo había entrevistado alguna vez en mis andanzas laborales . O quizás lo había conocido una de esas tantas noches locas, y ya sus manos habían descubierto mis pudores.

La tarde pasó rápida. Un orador tras otro. Una mirada tras otra, cruzándose, despertando deseos. Última ponencia. Tomé mi bolso y me dispuse a salir por la puerta de atrás. Caminé lento haciendo tiempo para encontrármelo, por casualidad, en algún rincón. Di la vuelta al pilar donde se ubicaba el café y me lo topé de frente. Examiné sus ojos. Quiso hablarme, pero me di la vuelta violentamente. Lo recordé, muy a mi pesar. Era J, el hombre por el que K había dejado a N. K era la mujer por la que N me había dejado a mí. Cuadro cerrado a lo Tarantino. Llegué a mi casa y apagué la vela a San Antonio.