El diablo volvió
Cuando era
adolescente soñaba que un ángel bajaba del cielo y me besaba con dulzura.
Ahora, después de muchas idas y venidas, sueño que el diablo sube desde el
infierno y me hace el amor. Mis amigas más religiosas y respetables se escandalizan
con esta idea, pero la verdad es que
creo en el diablo. No en ese personaje castigador que vive debajo de la tierra
y quiere cocinarnos en una paila gigante, sino en el ser misterioso y sensual que
ronda mis recuerdos y mis anhelos más atrevidos.
Cuando era
niña y vivía en la casa vieja, algunas noches mis primos y yo veíamos un perro
negro que se paraba en lo alto de un montículo de tierra que había en un
terreno al frente de la casa. Nos asustábamos, claro, pero mayor era el susto
cuando mi abuela decía que ese perro era el diablo, y que, obviamente, vendría a
llevarnos si nos portábamos mal. Esa imagen me acompañó toda la vida.
Ahora lo
veo en muchas partes. Hacía tiempo que no pensaba en él, pero justo en estos
días lo vi representado de manera muy hermosa en una pintura de colores grises,
con ojos grandes y achinados, labios prominentes, y sus respectivos cachos.
Al diablo
lo tengo presente en muchos recuerdos. Lo veo en el moreno con el tatuaje de
dragón en el brazo, en el viajero con piernas de futbolista, en el músico que
no volvió, en el amante del cine que disimula ser normal y en el fotógrafo con
el que sueño.
Este diablo
me persigue y me abandona. Va y viene. Sigiloso, siempre marcando su
territorio. No sé si estuvo rondando por mi casa anoche, pero esta mañana
amanecí con un moretón en mi barbilla. Juro, por mi vida, que dormí sola.
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