Pedro y el forró

Eran más de las tres de la mañana y la gente quería bailar. Después de haber pasado la noche hablando sobre las diferentes culturas reunidas en esa fiesta, los encuentros amorosos, la situación económica y la política internacional, ya era hora de echar un pié. Héctor Lavoe o la Sonora pondrían la sazón. Sin embargo, Pedro, seguidor de los pensadores de la Escuela de Frankfurt, intelectual insoportable pero muy querido por todos, quería bailar forró.

Mientras argentinos, colombianos, venezolanos y bolivianos se alteraban discutiendo sobre los pro y los contra de los gobiernos latinoamericanos, el fascismo, las dictaduras y otras vicisitudes oportunas al momento de la pizza y las cervezas, Pedro pensaba en enseñar a sus lindas y agradables compañeras el tumbaito del llamado “baile de salón brasilero”.

Con la mirada perdida entre las tablillas del piso, y saboreando las aceitunas verdes que rebozaban en su trozo de pizza, se imaginaba esos cuerpecitos caribeños moviendo sus caderas de un lado a otro y haciendo ese semicírculo con las puntas de los pies en cada balanceo, característico del baile de moda en su Río de Janeiro natal.

Comienzan los preparativos para la bailanta. Mientras unos revisan el porta-cd, Pedro se apropia de la computadora personal para buscar rápidamente en Youtube algún video del baile en cuestión y enseñar a danzar a las chicas, pero la mala conexión del wifi no le permite bajar el video con rapidez. Como si alguien hubiese puesto una bomba en medio del salón y el mundo fuera a explotar en cinco minutos, Pedro entra en un estado de desesperación al no encontrar su forró. Insiste en acceder al sitio web, la conexión cae, regresa, la gente pregunta qué hace. La dueña de la casa, igual de impaciente e irascible, reclama el forcejeo virtual entre Pedro y el Youtube, y le explica que la conexión está fallando y que no es posible acceder al portal. Pedro no escucha, sigue intentando.

Por un momento, se entrecruzan cuatro manos en el teclado, veinte dedos queriendo conectarse a la página, poner un cd, cancelar la conexión, subir volumen a la música, bajarlo, reintentar... un momento de impotencia y lucha por el control de la fiesta. La bomba está a punto de estallar hasta que, encolerizada, la venezolana grita: ¡Basta Pedro! ¡Poné tu forró!

Todos se quedan callados. El discurso de Chávez, la huelga de hambre de Evo, los atropellos de Uribe, la crisis mundial, pasan a un segundo plano. Nadie come pizza, nadie toma un sorbo de cerveza, todos miran a los dos personajes que han quedado en silencio enterrándose las miradas como cuchillos en los ojos. Una colombiana, que se percató de la situación desde el principio, levanta su vaso con cerveza y hace un brindis: -¿Escuchaste Pedro? ¡Que te pongás el forro!

La sala estalla en carcajadas. Pedro olvida el forró y pasa el resto de la velada pensando en la posibilidad de que las palabras de la venezolana hayan sido una propuesta pasional.

El beso del grillo

A los amigos de la mesa gris.
Al Rector Lombardi.

Durante muchos años, septiembre fue nuestro mes preferido. Para un pequeño grupo de la universidad, la feria del libro que organizábamos para la segunda semana del mes era la actividad más importante del año. Pasábamos meses trabajando en el evento, convocando gente, organizando agendas, haciendo la prensa, buscando hoteles, restaurantes y patrocinios para los viáticos. Era todo un reto que, año a año, cumplíamos con satisfacción.

A pesar de nuestro ánimo y nuestras ganas, septiembre era implacable. El cielo gris amenazaba con lluvia, la temperatura asfixiaba y la humedad era tal que, por momentos, nuestros cuerpos desfallecían. Cuando terminaba la jornada, por las noches, recorríamos el largo pasillo pasando revista a las mesas, los libros, los pendones, verificando que todo estuviera en orden. Más arriba de las mesas, pegados a las paredes, los bichos nocturnos bailaban alrededor de las lámparas anunciando el aguacero, y con él, el calor sofocante. Eran grillos marrones, mariposas tristes, taras brujas, insectos que zumbaban con el titilar del neón.

Una noche, salimos de la oficina y atravesamos lentamente el pasillo, repasando el día y pensando en las actividades del próximo. Los dragones en el estómago advertían el retraso de la cena. Seguíamos el pasillo largo, lleno de mesas tapadas con manteles azules y alumbrado por las lámparas incandescentes. De pronto lo vi venir, era grande y marrón, un grillo de la noche. Volaba hacia nosotros a pocos metros de distancia, pero nadie más se percató del pequeño volador sin gracia. Avanzaba directo a mi rostro, cuando estaba cerca traté de esquivarlo, y sin embargo, me llegó.

Sentí un piqueteo en mi labios, una sensación de asco y picazón que me hizo gritar. Mis amigos se reían del atrevimiento del grillo, mientras yo trataba de deshacerme con la mano el efecto del encuentro. Durante el camino a casa no dejé de frotar mi boca para borrar las marcas del desagradable animal. Repetía la imagen y sentía la misma sacudida.

Llegue a mi casa, me di un baño, comí, lavé mi boca, hablé por teléfono, revisé mis correos y vi televisión hasta que me quedé dormida. Seguí soñando con el grillo y de vez en cuando me restregaba la cara para quitármelo de encima. En la madrugada, me desperté conmocionada y con un sobresalto de felicidad, como quien descubre un gran secreto. Me repuse en unos segundos. Triste, pensé: - ¡Que tonta! Ni siquiera me volví a ver si se convirtió en príncipe.