Frida

Tengo mi propio altar. No es más que un par de fotos de mis personajes favoritos pegadas detrás de la puerta. Pero hay una, una que necesito tener cerca para poner los pies sobre la tierra. Una imagen que me recuerda lo que es la vida, es “La columna rota” de Frida Kahlo, una obra que la artista mexicana pintara en 1944.

Cuando me enteré que ya se celebran 100 años del nacimiento de uno de los íconos del arte contemporáneo, recordé que tengo años haciendo mi homenaje personal a mi artista preferida: la imagen al lado de mi espejo, diciéndome todos los días que no importa que tanto te golpee la vida, debes seguir viviendo y amando.

Frida Kahlo nació en la Casa Azul, en Coyoacán, México, el 6 de julio de 1907. Fue la tercera de cuatro hermanas. A los 18 años, en 1925, un accidente en un autobús de madera le partió la columna en tres y una barra de metal le atravesó el abdomen y el útero. Sin embargo vivió para enamorarse y entregarse a su gran amor: el muralista Diego Rivera.

Su vida estuvo marcada por el dolor y la pasión. “Nunca pinté mis sueños, siempre pinté mi propia realidad” escribió en sus tantas cartas.

Cada vez que la leo, cada vez que miro su obra, pienso en la fuerza del ser humano, en el arraigo a la vida y a lo seres queridos. No tiene nada que ver son su creencias comunistas, tiene que ver más con su fuerza interior.

Recuerdo la primera vez que vi una obra de Frida, fue en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Recuerdo estar sentada por más de media hora frente al cuadro de gran formato. No era “La columna rota”, era un autorretrato. No olvido el dolor en la mirada, la sonrisa fingida, el moño perfecto y el monito en su hombro. No olvido la sensación de estar frente a la mujer más fuerte de la que he escuchado, la más apasionada, la más decidida. La gran artista.

Además de su lucha con el dolor, lo que más me llama la atención de Frida es su apertura sexual. Amaba a su Diego y sin embargo se entregó a otros hombres y mujeres, buscando llenar ese vacío que nadie pudo llenar, un vacío que le dejó aquella barra de metal.

Su carácter independiente y autosuficiente, a pesar de estar encarcelada en su corsé de yeso, la llevó a crear una obra que marcó época en el arte mexicano, signado por el tema de la muerte. Una obra surrealista, una vida marcada por la tragedia, y sin embargo, tan apasionante.

Más de 30 operaciones no borraron la esperanza. Frida murió el 13 de julio de 1954 por una embolia pulmonar. Ya había perdido su pierna derecha. Murió y dejó un legado que ahora se exhibe en todo el mundo. Leí que eran 143 cuadros, 55 de ellos autorretratos.

Pero también hay un legado que no se puede contabilizar. Estoy segura que muchas mujeres como yo, tienen su propio altar de Frida. No me refiero a velas e imágenes con sangre y rosarios que le cuelga de las esquinas. Me refiero al altar que se lleva dentro, en el corazón, en la memoria. La fuerza, la pasión, la sensualidad.


Frida Kahlo. 6 de julio de 1907
2007: año de su centenario.

Juan

A medida que van pasando los años, vamos perdiendo la capacidad de asombro, así como la capacidad de espera… Por lo menos eso le pasa a mi amigo Juan. La verdad es que Juan está cansado. Cansado de esperar, cansado de esperar algo que lo sorprenda, cansado de esperar algo que lo sorprenda y lo reconcilie con la vida.

Juan camina todos los días de su casa al trabajo. Todos los días la misma calle, la misma vecina, el mismo perro, el mismo olor del pan, la misma sensación de desgano bañada por el sol ¿Juan, y cómo está el trabajo?, le pregunto. –Bieeeen, trabajando mucho. Ese “bieeen” de Juan, aletargado por la pereza, conformista, desalentador, le rompe el día a cualquiera. El problema es que a Juan no le importa romperle el día a otro. Juan lo que necesita es alguien que le rompa el día a él, que le rompa la vida.

Juan es un chico inteligente, amable, cariñoso, talentoso; pero tiene un problema: no logra ganarle el juego a la soledad. Mil veces se ha parado en el espejo a preguntarse: ¿quién soy? sin encontrar respuesta. Mil veces se ha quedado en su casa tratando de encontrar una razón para salir solo, y no logra dar un paso.

Juan tiene muchos amigos, mucha gente que lo quiere y con la que comparte de vez en cuando, pero la soledad de Juan no es de espacio, es de sensación. No es externa, no tiene que ver con los demás, tiene que ver con sus propios monstruos. Sin embargo, en medio de esa lucha diaria, cada vez que desfallece se mira al espejo, llora, y vuelve a  confortarse. Lo peor es comenzar de nuevo: todo ese proceso de entablar una relación con alguien,  por un día o por toda una vida.

Vuelve a leerse la cartilla, vuelve a ponerse la camisa blanca y la correa de cuero marrón. Porque si de algo le han valido esos días de soledad y desconsuelo es saber que no debe rendirse.

Otro día, otra vez la expectativa de algo sorprendente, algo fuera de lo normal, algo que le cambie la vida. Otro café, otra caminata, otro perro, otro suspiro para tomar fuerzas.
Juan se mira en el espejo y sonríe.



Esperando la firma

- ¡No abran!, todavía no me he pintado. La señora canosa al fondo lee el periódico. Cuenta dinero y se saca la comida de los dientes. Ella ya se pintó. Un letrero en la puerta escrito con marcador negro desgastado dice: ABRIMOS A LA UNA. ESTAMOS ALMORZANDO. Mi reloj marca la una y diez.

Cinco minutos después abren la puerta. Cuatro personas entran. Un abogado de fluxecito barato y cara de comerse el mundo, había tocado la puerta, desesperado. Un vaso con hielo en la mano para aplacar el calor. Está acompañado de otro flaco con cara de asustado. Al entrar, el abogado dice: -Me haceís esto pa`ya, apurate ahí.

El gordito que ve la novela sigue pegado al televisor. Lo vi desde que llegué: chiquito, barrigón, ademanes de gay, franela negra ceñida al cuerpo y una cajita de dulces en la mano. Ya almorzó, ahora ve su novela. Va hacia la escalera, quiere subir, pero sus ojos no se despegan del televisor. Cinco minutos antes, la señora que limpia, la de los dientes fallos, le pide que suba una papelera, él, caso omiso, se pega nuevamente al mueble del televisor. Parece que también se lo quiere comer.

En todo este tiempo aquí sentada, esperando al abogado para la firma, no logro ver a la señora despintada detrás del mostrador, es muy alto. Escucho su voz, pero no la veo. El olor a incienso repugna en el pequeño espacio. Una vez abierta la puerta, la gente entra y sale. Dos, tres, ocho, perdí la cuenta. Un vendedor de dulces se me acerca. Le digo –No señor, gracias. Y el replica –No vengo a vender, era para ver si me podía ayudar con algo. Me llama la atención su cicatriz en la nariz, pero el olor que expele es horrible, se mezcla con el incienso, y casi pierdo la cordura. Las secretarias se acercan a la cajita con dulces: -¿Qué te dejo?, ahora vengo pa’ que me pagueís.

El abogado no llega. Veo la novela, lo poco que me deja ver el gordito. Me trago la mezcolanza de olores, el incienso, el sudor y el desinfectante que dejó al paso el lampazo percudido.

Por fin alguien me ve. Quizás me notó porque debo parecer una loca sentada horas en un mueble escribiendo rápido sobre una libreta.: -¿Que desea?, me pregunta. –Estoy esperando a mi abogado para firmar un documento, gracias. Me avergüenza decir “mi abogado”. La gente va y viene. Termina la novela. Son casi las 3, y el abogado no llega.




mi vida en una caja

Sé que cuando se termina el contrato de arrendamiento hay seis meses de prórroga que mantienen al inquilino intocable en el inmueble. También sé que después de 20 años un alquiler se convierte en “invasión legal”, puesto que es difícil para el dueño sacar al inquilino no deseado del sitio.

También sé que la mejor forma de embalar las cajas para una mudanza es la que he llamado “tipo sándwich”, que se simplifica en: libros abajo, luego sábanas o toallas, vidrio u otros bien envuelto en ropa vieja en el medio, luego sábanas y toallas y arriba libros. Mis cosas personales estuvieron así guardadas más de un año y no se partió ni un vaso.

Ya me he mudado tanto que son las mismas cajas que uso en cada cambio de casa –de casa, no de hogar- el hogar, mi hogar, va en cada caja.

Hagamos un recuento rápido, hasta los once años viví con mi abuela en lo que llamamos “la casa vieja”. Luego me fui con mi otra abuela a un pueblo, donde viví un año. Regresé a vivir con mi papá cinco años. Al entrar a la universidad me fui con mi hermano al apartamento que antes fue de la familia. Hasta ahí, viví acompañada y con piscina.

En el año 2000 se me ocurrió la idea de ser independiente y autosuficiente, me mudé a un apartamento grande, de tres cuartos y terraza amplia, en un edificio nuevo. Vivía en pleno centro de la ciudad, al lado de la Basílica de la Chinita. En las ferias y navidades los tambores me retumbaban los oídos.

A los dos años, ya no podía estar ahí, vivía en un barrio vertical que habían invadido los policías estadales. Cuatro edificios de 13 pisos con 12 apartamentos cada uno. Los ascensores comenzaron a fallar.
Revisaba el periódico todos los días –todo un ritual-. Me llamó la atención el aviso de alquiler: “abstenerse hombres solos y parejas fiesteras”. Me dije: aquí está la tranquilidad. Seis apartamentos en el edificio de un árabe. Dos cuartos inmensos y muchas ventanas. A los cuatro meses ya no lo pude pagar.
En marzo de 2004 me mudé con una amiga y sus hijas. Guardé todas mis cosas en el apartamento de mi familia. Sólo llevé mis cosas personales: mi ropa, mi tv, el reproductor, la computadora, algunos libros y las obras de arte que jamás abandono. Mi hogar se había reducido a un cuarto.
A pesar de lo bien que me hacían sentir las niñas, que por cierto había visto nacer 12 y 8 años atrás, me sentí perdida sin mis cosas, mi cocina, mi biblioteca, las fotos, las postales, cada florecita de madera, cada vela…

Por fin pude mudarme. Conseguí el apartamento perfecto, sólo que los amigos de lo ajeno intentaron dejarme sin hogar a las tres semanas, sin embargo, me quedé…

Aquí tengo un año. Es el sitio preferido de todos, de mi familia, de mis amigos, de mis compañeros de trabajo y de mis consentidos: mis seis sobrinos.

Es de piezas grandes, aunque sólo tiene un cuarto. Todo blanco y muchas ventanas, una terraza pequeña, estacionamiento amplio, árboles grandes y buenos vecinos. Los ladrones decidieron no molestarme más… ahora les interesan los carros -gracias a dios que no tengo-.

En este momento, otra vez, organizo mi hogar en cajas marrones. Cada vez son más cosas, más libros, más películas, más postales, más cuadros, más tallas de madera estilizada, más tazas de café, más anécdotas en cada cosa envuelta en papel periódico y ropa vieja.

Todavía no se a dónde voy, quizás cambié de ciudad, quizás de vida. Los cierto es que he decidido que esta será la penúltima vez que me mude. Tengo dos opciones: comprarme mi apartamento y dejar de mantener a otros con el pago de un alquiler, o buscar un viejo ricachón que me compre uno. Por los vientos que soplan –y gracias a mis esperanzas- optaré por la primera opción, ya que, por lo menos, aún soy exigente en cosas de hombres.