Viernes

Otra vez viernes. La espera de la llamada que no llega.

Las piernas rasuradas que pican.

La ansiedad desmedida que retuerce el estómago.


Otra vez vuelvo al vino y a Sabina.



Iguanas en el parque


Un frío atroz se cuela por mi blusa. El jueves santo luce lúgubre a pesar de tanta gente por las calles, caminando, tomando fotos, queriendo agarrar los gatos.

El sol va y viene. Las nubes parecen correr a través del cielo azul, como en un cuento de mi infancia.

El niño de chaqueta azul quiere tocar el agua de la fuente, verde, estancada, guardiana de todos los secretos que se susurran a su alrededor. Altos y frondosos árboles marcan la frontera entre el smog y la tranquilidad. Pero no hay iguanas en el parque.

-Nos han abandonado –le exageré a Hilda. Es la primera semana santa lejos de casa y los días se hacen eternos al ritmo de las chicharras. -Nadie se conecta, estarán viajando o durmiendo- agregué.

Mientras tanto, a miles de kilómetros al sur, esperamos  que caiga la tarde para volver a encerrarnos en nuestros libros. Es el primer día de otoño. Frío, nostálgico, hiriente.

Por momentos, el parque enfría la nostalgia, pero no hay iguanas en él.

La molécula de glucosa

Aquella tarde me estrené una falda blanca larga. Me compré un café y me senté en las escaleras frente a la entrada principal de la Feria del Libro. Todos pasaban por ahí. En ese espacio se ubicaban los quioscos de café y de licor que no se  permiten puertas adentro. Una pantalla ubicada al fondo transmitía noticias del evento (escritores invitados, actividades, firmas) y, para deleite de muchos, los videos del Cirque du Soleil. La tarde estaba poco fresca. Mérida no es tan fría en junio, y dentro del recinto, entre luces, voces y papeles, la brisa que venía de las montañas del Parque La Isla, también se quedaba en las escaleras de la entrada.

Me senté con mi libro y mi café. Recuerdo que había niños que se reían con las morisquetas del payaso de Varekai. A ratos veía la pantalla, a ratos mi libro, a ratos la entrada.

De pronto lo vi, era C. Me sonrió y se acercó. Cuando se sentó a mi lado, mis piernas temblaron y enmudecí. Hacía días, años, que veía a C aunque él jamás me había mirado.

Le mostré mi libro: Los 1001 cuentos de 1 línea, de Gabriel Jiménez Emán. -Te leo uno -le dije- “Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello”. C sonrió, le pareció divertido. Después entendí que había asociado el mini cuento con esa imagen de mi falda blanca en la escalera, con lo que yo era en ese momento y lo que él quiso ser después. Le pregunté que leía y mostró una portada con un título inentendible. -Estoy haciendo una investigación sobre la molécula de glucosa. C, además de librero, era químico.

La tarde pasó entre el circo, los libros y nuestra conversación sobre la vida. Recordamos algunas de nuestras aventuras, confesamos algunos pecados y pedimos comprensión para redimirnos. No fue una palabra excesiva lo que hizo aquella tarde inolvidable; fue la propia tarde, la imagen de un circo guiando otro circo, la brisa merideña que se quedaba en la escalera, mis manos nerviosas y los labios de C tratando de explicar qué era la molécula de glucosa y como esa “cosita” abría un mundo de posibilidades para él.

En pocos días, la feria terminó. No entendí nada sobre la molécula de glucosa, pero me llevé ese recuerdo a casa, junto con algunos sentimientos menos complicados. La comunicación con C se fue desvaneciendo. Años después, se convirtió en un importante químico, invitado especial a la Universidad de Cambridge, el lugar donde nació el mito del “hombre”, que siempre lo inquietó.

Una mañana me desperté sobresaltada por el repique del teléfono. -Está en la televisión, dijo la voz al otro lado del auricular. Tomé el control remoto que estaba sobre el libro de Jiménez Emán y encendí la tv. Era él. Había cambiado sus jeans por un pantalón gris, su cabeza estaba rapada y lucía un bigotico minúsculo. Hablaba sobre la molécula de glucosa. Detrás de los micrófonos pude ver otra vez esos ojos color aceituna, aquella tarde en Mérida, sus ganas de descubrir el mundo, sus frustraciones y lo poco que le gustaba ser un hombre público. C miraba fijamente la cámara y sentí que me miró por segunda vez. Entonces supe que sólo quería ser un hombre invisible, desaparecer y volver a aquella escalera, donde todo había comenzado.