El jabón azul

Hubo una época en la que a mi papá le dio por bañarse con jabón azul. Jabón de panela, para ser más exactos, el famoso “las llaves”. Seguramente alguien le dijo que con ése quedaría más limpio, dudo que más oloroso, y es de esperar de un producto sólido, barato y duradero que funciona muy bien en los pañales de tela o en la ropa blanca.

Entonces mi padre solo compró jabón azul. Una tarde, después de llegar de una hacienda con el olor a bosta pegado en la piel, se dispuso a darse un baño con su trozo de jabón, cuando descubrió una imagen entre las líneas blancas que pintan el azul mar saca grasa. -Es la Virgen, dijo. Ahí se ve clarita.

La historia pasó por muchas manos. Guardado en una cajita de plástico transparente, aquel pedazo de jabón se hizo popular y, a partir de ahí, comenzaron a aparecer vírgenes y santos milagrosos en los jabones de los vecinos, sin importar del color que fueran. De eso hace muchos años, pero hoy me recuerdo minutos largos bajo la ducha dejando caer el agua mientras revisaba minuciosamente el jabón que usaba, con la esperanza ingenua de encontrar algún milagro.

Con el pasar de los días, la virgen se fue poniendo más blanca y más endurecida. Muchas veces en las que se había acabado el detergente para la ropa, me vi tentada a tomar el curioso trozo de jabón, pero con eso podía arruinar la felicidad eterna de mi padre, así que descartaba la idea.

Al cabo de un tiempo, ya no era una, eran varias las siluetas de vírgenes y hombres sin nombre y sin oficio que mi papá guardaba en cajitas de plástico y que servían de entretenimiento para la visita a la hora del café. Sin embargo, meses después se le había pasado la idea de redención jabonera y se entretuvo con otras aventuras más profanas.

Hoy, quité el envoltorio de un Toronto, un chocolate venezolano en forma de bolita que me envío mi papá hace unas semanas. Creí ver en él un mapamundi, y recordé esta historia.

A mis hermanos.